El 6 de agosto de 1945 una bomba atómica lanzada por la aviación norteamericana cayó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días después caería otra en Nagasaki. Las dos causaron unas 246.000 víctimas entre muertos inmediatos (la mitad) y las secuelas posteriores.
El poeta uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) escribió años después -publicado en su libro Los hijos de los días, Ed. Siglo XXI, 2012– el siguiente texto en memoria de las víctimas, casi la totalidad de ellas civiles.
La bomba de Dios
En 1945, mientras este día nacía, murió Hiroshima.
En el estreno mundial de la bomba atómica, la ciudad y su gente se hicieron carbón en un instante.
Los pocos sobrevivientes deambulaban, mutilados, sonámbulos, entre las ruinas humeantes. Iban desnudos, y en sus cuerpos las quemaduras habían estampado las ropas que vestían cuando la explosión. En los restos de las paredes, el fogonazo de la bomba atómica había dejado impresas las sombras de lo que hubo: una mujer con los brazos alzados, un hombre, un caballo atado.
Tres días después, el presidente Harry Truman habló por radio.
Dijo:
—Agradecemos a Dios que haya puesto la bomba atómica en nuestras manos, y no en manos de nuestros enemigos; y le rogamos que nos guíe en su uso de acuerdo con sus caminos y sus propósitos.